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No admite la derrota

Ley de amarre y Estado blindado: Boric intenta dejar funcionarios atornillados antes de dejar el poder

El presidente saliente, Gabriel Boric. (Dibujo: NOVA)

Apenas se disiparon los gestos protocolares tras el triunfo electoral de José Antonio Kast, el Gobierno de Gabriel Boric volvió a exhibir su rostro más cuestionado: el del uso del aparato estatal como trinchera política. A menos de tres meses del cambio de mando, La Moneda impulsa una norma que dificulta el despido de funcionarios públicos, una maniobra que la oposición no duda en calificar como una auténtica “ley de amarre”.

El foco de la polémica es el artículo 14 del protocolo de reajuste del sector público, firmado por el ministro de Hacienda, Nicolás Grau, y el ministro del Trabajo, Giorgio Boccardo, junto a diez gremios estatales. La disposición eleva sustancialmente las exigencias para la no renovación de contratos a contrata, obligando a justificar los despidos mediante actos administrativos “fundados”, con criterios “objetivos y acreditables”, y habilitando reclamos ante la Contraloría General de la República.

En los hechos, la norma restringe severamente la capacidad del próximo Gobierno para revisar y reducir una estructura estatal que creció de manera acelerada durante la gestión de Boric. Según un informe del centro de estudios Horizontal, casi 33 mil funcionarios incorporados durante este período podrían quedar protegidos por la nueva regulación, una cifra que, de confirmarse, revela la magnitud del blindaje que intenta dejar el oficialismo.

Desde la oposición, las críticas no tardaron en llegar. Dirigentes del Partido Republicano, la UDI y otros espacios de centroderecha advierten que el Ejecutivo busca consolidar una red de empleados afines antes de abandonar el poder, condicionando a la futura administración y atentando contra cualquier intento de ajuste fiscal o modernización del Estado. El diputado Guillermo Ramírez fue especialmente duro al calificar la iniciativa como un “error monumental” y hablar directamente de “corrupción institucionalizada”.

El Gobierno, por su parte, intenta minimizar el conflicto. Grau niega que se trate de un amarre y sostiene que la norma solo exige justificar los despidos, mientras que el ministro del Interior, Álvaro Elizalde, asegura que los cargos de confianza cesarán automáticamente el 11 de marzo. Sin embargo, esas explicaciones resultan insuficientes frente a una disposición que no distingue con claridad entre profesionalización del Estado y protección corporativa.

El trasfondo es político y fiscal. Kast anunció durante su campaña un recorte del gasto público en los primeros 18 meses de gestión, lo que implicaría revisar la dotación estatal, especialmente en áreas infladas por criterios ideológicos más que por eficiencia. La norma impulsada por Boric va exactamente en sentido contrario: rigidiza la administración pública y reduce el margen de maniobra del próximo Ejecutivo.

Lejos de fortalecer la institucionalidad, el Gobierno saliente parece decidido a dejar obstáculos legales y administrativos como herencia, incluso a costa de tensar la convivencia democrática. En lugar de facilitar una transición ordenada, Boric opta por atrincherarse detrás de una maraña normativa que protege a su gente y compromete el futuro del Estado.

Mientras el Congreso se prepara para debatir el proyecto en enero, la pregunta de fondo sigue abierta: ¿se trata de una legítima defensa de los trabajadores públicos o de un último manotazo de ahogado para preservar poder más allá de las urnas? Para una parte creciente de la oposición —y de la ciudadanía— la respuesta parece cada vez más clara.

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